13 de diciembre de 2012

13D 1828: Gobiernos populares, mandatos legítimos y tareas destituyentes más allá de los siglos.

En estos últimos años se ha debatido mucho sobre la función de la prensa, su posible función de erosionar a los gobiernos legítimos, sobre tareas destituyentes, conspiraciones, traiciones dentro del mismo gobierno, participación de embajadores extranjeros, etc. Hoy, 13 de diciembre (13D), se cumplen 184 años del fusilamiento del Coronel Manuel Dorrego, por ese motivo este humilde servidor público reproduce aquí los párrafos que siguen a modo de homenaje al insigne Coronel, y como recordatorio del que fue el primer golpe de estado contra un gobierno legítimo de nuestra historia y que culminó con el asesinato político. Además, el lector atento podrá encontrar, paradójicamente, ciertos paralelos y diferencias entre aquellos años trágicos del siglo XIX y éstos del XXI.
Auqnue estos textos corresponden a distintas autores, relatan distintos aspectos de los mismos trágicos hechos de aquel luctuoso año de 1828.
Vayamos ya a los textos.
Revolución de Lavalle y fusilamiento de Dorrego.
El 1º de diciembre de 1828 el general unitario Juan Galo de Lavalle encabezó una revolución contra el gobierno del coronel Manuel Dorrego, quien en 1827 había sido elegido gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires. Ese mismo día Lavalle fue nombrado gobernador interino mientras Dorrego se retiraba a la campaña con el objeto de reunir fuerzas para resistir el alzamiento. Pocos días más tarde Dorrego fue capturado y el 13 de diciembre, sin proceso ni juicio previo, fue fusilado por orden de Lavalle. Transcribimos a continuación, un fragmento del libro Historia de la Confederación Argentina, de Adolfo Saldías, donde relata los episodios que van desde el momento del levantamiento hasta el fusilamiento.

El doctor Agüero…y sus copartidarios conspiraban contra Dorrego desde que éste subió al gobierno. Dorrego, por sobre haber contribuido en primera línea a derrocar la presidencia, inspirábale ese rencor incurable, ese despecho cada día más amargo que suelen recoger ciertos políticos cuando, en oposición larga y brillante, satisfacen ciertas manifestaciones de su espíritu, haciendo sentir su capacidad para desbaratar los planes de quienes se creen unitarios, reuníanse secretamente con el designio de restaurarse en el gobierno y de concluir con Dorrego, que era un obstáculo para ellos en Buenos Aires.
La autoridad que investía Dorrego derivaba del derecho y de la ley. Nadie lo había puesto en tela de juicio, que hasta el mismo Congreso unitario, empeñado en ejercitar funciones legislativas, había consagrado esa legalidad examinando las actas electorales de los representantes del pueblo y campañas de Buenos Aires, que eligieron a Dorrego gobernador de la Provincia con arreglo a las leyes vigentes de 1821 y de 1823.
La prensa de los unitarios, salida de quicio, se encargó de justificar que los rumores se convertirían en hechos, a tal punto que, como el gobierno, a las provocaciones de que era objeto respondiera que no descendería al terreno personalísimo a que se le llamaba, El Granizo anticipaba pura y simplemente que el señor Dorrego descendería mal que le pesara. El próximo regreso de las divisiones del ejército republicano, para cuyo desembarco y recepción el gobierno hacía grandes preparativos, fue saludado por la prensa de los unitarios casi como un triunfo de la revolución, como si en efecto los soldados de la Nación no tuvieran más que entrar en Buenos Aires para que cayese al suelo el gobierno de Dorrego. Se hablaba de la revolución públicamente, y hasta se anticipaba cómo se llevaría cabo. Así, en 21 de noviembre (1828) le escribía al general Rivera su agente y amigo don Julián Espinosa, siempre bien impuesto de las novedades políticas: “La llegada de estas tropas hace recelar a algunos de que van a servir para hacer una revolución contra el gobierno, de cuya revolución hace ocho días que se habla públicamente: por los datos que yo tengo, no encuentro dificultad en que se verifique, mucho más si se hace militarmente. Me han asegurado que piensan poner al general don Juan Lavalle de gobernador, y que van a desconocer la Junta de la Provincia: si esto sucede vendremos a quedar gobernados por la espada…”.
Pero con anterioridad al pliego del gobernador delegado, el general Lavalle recibió cartas de los prohombres unitarios, en las que con cálculo que abruma y frialdad que aterra, le manifestaban que todo quedaría esterilizado si el gobernador Dorrego no era sacrificado inmediatamente. Esto mismo se sabía y se repetía en esos días tristísimos, a partir del en que el general Lavalle salió a batir al coronel Dorrego; por manera que puede decirse que el gobernador de la provincia, antes de ser tomado, ya estaba condenado a muerte por los revolucionarios unitarios del 1º de diciembre.
Una hora después, el gobernador de Buenos Aires, encargado del Ejecutivo Nacional es conducido al patíbulo improvisado junto a un corral de vacas… Va sereno del brazo del padre Castañer… entrega al coronel Lamadrid una carta para su esposa, en la que estampa el último beso de su amor; una prenda para su hija, entre la última lágrima que su valor contiene, y se sienta, perdonando a sus enemigos y pensando en Dios. El capitán Páez adelanta un pelotón del 5º de línea… levanta su espada, y el gobernador Dorrego cae bañado en su sangre. Y como si el vértigo lo hubiese impelido a mojar la pluma en esa sangre, el general Lavalle escribe inmediatamente estas líneas, en las que palpita la monstruosidad de la escena: “Participo al gobierno delegado que el coronel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden al frente de los regimientos que componen esta división. La historia dirá si el coronel Dorrego ha debido morir o no… su muerte es el sacrificio mayor que puedo hacer en obsequio del pueblo de Buenos Aires enlutado por él”.
En seguida del fusilamiento el general Lavalle llamó a los oficiales superiores en su división. Como si éstos hubiesen podido ser en algún momento jueces del primer magistrado de la provincia y de la Nación, Lavalle, paseándose precipitadamente y con alterada voz, les dijo: “Si los jefes hubiesen formado consejo de guerra para juzgar a Dorrego, todos habrían votado la muerte de éste, ¿no es verdad, señores?...Pero basta con que yo solo sea el comprometido. Yo lo he fusilado por mi orden. La historia me juzgará.”. “Me parece que nadie contestó, agrega el entonces coronel Lamadrid, presente en ese momento; y si lo hizo alguno no lo advertí… ¿Qué razón había para fusilar a dicho magistrado, y mucho menos de aquella manera?”. La excitación febril del general Lavalle no se calmó en los días siguientes, a pesar de las manifestaciones y fiestas con que sus amigos querían borrar de su ánimo y del ánimo de la población, la impresión ingrata del fusilamiento del 13 de diciembre. Uno de esos días se presentaba en el fuerte el vencedor de Ituzaingó. “Qué piensa usted de la situación, le preguntaba el general Lavalle”. –“Pienso que es insostenible, tal como está hoy.” –Es que yo no soy el hombre de 1815!” exclama furioso y dándole la espalda Lavalle, mientras Alvear se retiraba preguntándose por qué lo habría llamado para insultarle. Otro día se paseaba apresuradamente en el salón del fuerte, cuando entró Rivadavia acompañado del doctor Agüero. Conversando de la actualidad, preguntóle Rivadavia qué género de relaciones entablaría con las provincias. -“
Las provincias, exclamó Lavalle, dando fuertemente con el pie en el suelo: a las provincias las voy a meter dentro de un zapato con 500 coraceros”.
El general Lavalle apeló al juicio de la posteridad, como que habría sido estupendo de su parte pretender justificar el asesinato político del jefe del Estado, que él ordenó a título de militar sublevado. Este juicio no le alcanzó en vida. La pasión política o lo lapidó quince años consecutivos, o lo levantó a la altura de las personalidades heroicas. El llevó hasta la tumba el remordimiento de ese extravío de su patriotismo exacerbado por quienes tan incapaces fueron para fundar nada estable en lo sucesivo, como fieros se mostraron sus contrarios de las ventajas que obtuvieron cuando, en época luctuosa, unos y otros se buscaban para exterminarse en llanuras y montañas de la República ensangrentada. Hechos como el fusilamiento del gobernador Dorrego no se discuten: se condenan en nombre de la libertad, a la que insultan, y en homenaje a la patria, a quien enlutan.
El Tiempo, órgano oficial redactado por los señores Varela y gallardo, a raíz del fusilamiento insertó un largo artículo para aplaudirlo, que comenzaba así: “Ácaba de ejecutarse en Navarro un acto de rigurosísima justicia: el coronel don Manuel Dorrego ha sido fusilado…”.
Como dato ilustrativo, véase lo que en 2 de septiembre de 1869 escribía el ex ministro de Dorrego don José María Roxas y Patrón, al general Rosas: “También incluyo un artículo de La Tribuna de 2 de julio del presente, sobre los últimos momentos del desgraciado gobernador Dorrego. Diré algo para demostrar que ese documento es fraguado con el objeto de adulterar la historia. Luego que llegó a Buenos Aires la noticia cierta de tener Lavalle en su poder a Dorrego, se reunión un consejo de los miembros del gobierno y de otros de los principales de la camarilla, para determinar lo que debían de hacer con el prisionero. No sabían qué hacer con Dorrego. Tenerlo preso o echarlo del país era muy peligroso, siendo un hombre tan popular y de un carácter tan determinado. En tal extremo acordaron su muerte. Esta sola consideración basta para destruir lo que dice el coronel don Juan Elías, de la comunicación que mandó el gobernador delegado al general Lavalle pidiéndole la salida de Dorrego fuera del país. Lo que llevó el comisario de policía fue según se dijo el borrador del parte que dio Lavalle de haberlo fusilado. Se aseguró que ese borrador fue redactado en las sesión de la camarilla, por don Juan Andrés Gelly”.

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Manuel Dorrego, un militar independentista de la primera hora, se había probado el traje de gobernador de la provincia de Buenos Aires durante unos meses en 1820, pero ya en agosto de 1827, tras la renuncia de Rivadavia a la presidencia y la desintegración del efímero poder central, había reasumido para orientar los designios de un país desintegrado y derrotado por el Imperio del Brasil.
Como encargado de las relaciones exteriores del país, Dorrego selló la paz con Brasil y reconoció la independencia absoluta de la Banda Oriental. Pero para entonces, ya tenía un amplio espectro de adversarios. En primer lugar, aquellos simpatizantes del disuelto gobierno nacional: los unitarios. En segundo lugar, numerosos grupos del ejército que, al finalizar la guerra, se verían relegados de la principal escena política.
A finales de 1928, debió enfrentar una amplia conspiración. Juan Lavalle fue quien la encabezó, seguido de Salvador María del Carril, Juan Cruz Varela, Valentín Alsina, Ignacio Álvarez Thomas y José María Paz, entre otros.
El 29 de noviembre, los sediciosos llegaron a Buenos Aires y, en clandestinidad, prepararon el alzamiento. Dorrego había sido avisado secretamente, pero al parecer no le otorgó la importancia debida, sobrestimando la lealtad de sus ministros y partidarios.
El 1º de diciembre por la madrugada, las tropas rebeldes ocuparon la Plaza de la Victoria (actual Plaza de Mayo) y el Cabildo. Dorrego se retiró a Cañuelas, unos 60 kilómetros al suroeste de la ciudad, a fin de reagrupar las tropas. Aquel mismo día, Lavalle consiguió ser designado gobernador y, días más tarde, enfrentaría a Dorrego en el campo de batalla, en el poblado de Navarro, unos kilómetros al oeste de Cañuelas. Allí, el depuesto gobernador fue derrotado y, días más tarde, sería fusilado.

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Juan Lavalle fue el verdugo, pero ¿quién mató a Manuel Dorrego?
El fusilamiento del gobernador electo de la provincia de Buenos Aires Manuel Dorrego no fue consecuencia de un impulso emocional, de un arrebato violento, sino una decisión fríamente tomada en torno a una mesa. Una decisión política para eliminar al primer jefe popular urbano de nuestra historia que ponía en riesgo el poder de la oligarquía librecambista porteña, cuyo líder era Bernardino Rivadavia. Fue el sangriento antecedente de tantos atentados contra los intereses populares y democráticos, tan en superficie en los días que vivimos.
El golpe en su contra se puso en marcha en el mismo momento en que don Bernardino debió renunciar a la presidencia, que él mismo se había adjudicado, por la presión popular. La conspiración era tan evidente que, en 1827, aun antes de asumir Dorrego, al ofrecerle el presidente provisional López y Planes a Julián de Agüero un ministerio en su Gabinete lo rechazó rotundamente, diciendo que la caída del partido unitario era "aparente, nada más que transitoria".
Dorrego debió enfrentar también la enemistad del embajador británico en el Río de la Plata, Lord Ponsomby, quien en un extenso oficio de abril de 1828 diría al primer ministro Dudley "que el general Dorrego será destituido de su cargo de gobernador tan pronto como se logre la paz (con Brasil)".
Los conjurados ultimaron los preparativos del golpe contra el gobernador y la decisión de su muerte en una reunión mantenida el domingo 30 de noviembre en una casa de la calle del Parque (hoy Lavalle) entre las de San Martín y Reconquista.
San Martín no tuvo dudas de quiénes fueron los instigadores del golpe: "Los autores del movimiento del primero (de diciembre) son Rivadavia y sus satélites, y a usted le consta los inmensos males que estos hombres han hecho, no sólo a este país, sino al resto de la América con su infernal conducta" (carta a O’Higgins de abril de 1829).
Tampoco el general unitario Iriarte tenía dudas : "Los principales instigadores fueron el doctor Agüero, in capite, Carril, Cruz y otros más subalternos. El nuevo Licurgo, don Bernardino Rivadavia, se mantenía so capa, conservando siempre, aunque en privado, las atribuciones de Patriarca de la Unidad: gustaba del movimiento, tuvo noticia de él y lo aprobó, porque creía que era el primer escalón para volver a subir al mando supremo."
La participación de don Bernardino fue encubierta, siendo representado en las reuniones conspirativas por un ciudadano francés a quien Vicente Fidel López llamará "monsieur Verennes" pero cuyo verdadero apellido era Filiberto Héctor Varaigne. Años más tarde Manuel Sarratea escribiría desde París a Felipe Arana, a la sazón ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación, que monsieur Varaigne había hecho saber al general San Martín que él se hallaba en el Fuerte integrando "la Junta nocturna en la que se resolvió la muerte del gobernador Dorrego".
Washington Mendeville, cónsul francés en el Río de la Plata, en comunicación a su cancillería eleva el número de participantes en el derrocamiento y posterior ejecución de Dorrego: "Quince individuos se conocen ahora por haber preparado este hecho de larga data, o haber participado en su ejecución; pero ellos se nos presentan en tres diferentes categorías; cinco han estado desde el comienzo en evidencia, ya sea colocándose a la cabeza del poder o bien por el rol activo que desempeñaron. Son los generales Lavalle, Brown, Martín Rodríguez, el ministro Díaz Vélez y el Sr. Larrea. Tres actuaron a cara descubierta pero sin menos rango: ellos son los señores Varaigne, que se conocía como el representante del Sr. Rivadavia aunque parecía como actuando por su propia cuenta, Varela y Gallardo, redactores de dos diarios incendiarios. Y por fin siete que estaban en todas las reuniones secretas, que participaban en la decisión de todas las medidas importantes y que a menudo las provocaban, pero que actuaban en la sombra con el fin de aprovechar las circunstancias si éstas los favorecían y de mantenerse a un lado si les eran adversas. Estos son los señores Rivadavia, Agüero, Valentín Gómez, Carril, Ocampo y el general Cruz."
Es bien sabido que el verdugo fue Juan Lavalle, quien habría cumplido con la orden de la junta secreta a cambio de ocupar la gobernación de la provincia. San Martín expresó su opinión a Iriarte: "Sería yo un loco si me mezclase con esos calaveras: entre ellos hay algunos, y Lavalle es uno de ellos, a quienes no he fusilado de lástima cuando estaban a mis órdenes en Chile y el Perú. Los he conocido de tenientes y subtenientes, son unos muchachos sin juicio, hombres desalmados."
Es que hubo otros partícipes necesarios en la tragedia de Navarro, aquellos que instigaron a Lavalle a cumplir con su parte. El cronista Beruti, también contemporáneo, denunciaría a Martín Rodríguez y a Rauch como quienes más influyeron en el ánimo del comandante de las fuerzas amotinadas, pues "aunque Lavalle es un mozo soberbio, orgulloso, cruel y sanguinario, cuando tuvo preso en su poder al finado Dorrego trepidó mucho para quitarle la vida, pero que lo ejecutó porque el coronel Rauch lo incitó a ello diciéndole que si no lo fusilaba, él mismo lo había de degollar; cuyo consejo apuró el brigadier Martín Rodríguez expresándose de que no trepidase en hacerlo, porque Dorrego era perjudicial, mozo revoltoso, y de salvarlo, en cualquier parte había de vengarse, con otras más razones que dio, por lo que Lavalle, alucinado de estos malvados consejos, lo hizo fusilar."
Las consecuencias del hecho se expandieron más allá de nuestras fronteras. Así Bolívar, en mayo de 1829, le escribiría al general Pedro Briceño Méndez que "en Buenos Aires se ha visto la atrocidad más digna de unos bandidos. Dorrego era jefe de aquel gobierno constitucionalmente y a pesar de esto el coronel Lavalle se bate contra el presidente, le derrota, le persigue, y al tomarle le hace fusilar sin más proceso ni leyes que su voluntad; y en consecuencia, se apodera del mando y sigue mandando literalmente a lo tártaro."

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Una de las últimas cartas que el Coronel escribió durante las dos horas que le quedaban desde que se le anunció su fusilamiento y su muerte, la dirigió a su amigo, Estanislao López. En la misma se observa la grandeza y patriotismo de Don Manuel:

Señor gobernador de Santa Fe, don Estanislao López.

Mi apreciable amigo:

En este momento me intiman morir dentro de una hora. Ignoro la causa de mi muerte; pero de todos modos perdono a mis perseguidores. Cese usted por mi parte todo preparativo, y que mi muerte no sea causa de derramamiento de sangre.

Soy su afectísimo amigo.

Manuel Dorrego.


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