¿Las características de la población de un país condicionan su grado de desarrollo económico? ¿La cultura o idiosincrasia de, por ejemplo, Argentina, Haití, Chile, Japón, Alemania o Australia determina el potencial económico que ese país puede desplegar? ¿Esa misma característica es imposible de modificar y, por lo tanto, el nivel de desarrollo de su economía tiene un límite? ¿Ese hecho determina la existencia de países avanzados, desarrollados y países atrasados, subdesarrollados? Para explorar estos interrogantes hagamos un ejercicio interesante: tomemos un par de países y repasemos la opinión de algunos observadores extranjeros sobre esos pueblos e intentemos ver si podemos deducir cuáles son.
Para simplificar la tarea, diremos que los pueblos descriptos más abajo pertenecen a algunos de estos posibles países (en orden alfabético):
Afganistán, Alemania, Argentina, Australia, Bolivia, Chile, China, Egipto, EE.UU., España, Haití, India, Irak; Japón, Paraguay, Sudáfrica, Zaire.
Vayamos ahora a conocer -aunque duelan- las opiniones sobre estos paises:
País 1.
Un agudo observador dijo de este país: “Mi impresión con respecto a su mano de obra barata se desilusionó enseguida cuando vi trabajar a su gente. No hay duda de que se les paga poco, pero su rendimiento es igualmente bajo; ver trabajar a sus hombres me hizo pensar que son ustedes una raza muy acomodadiza y conformista que reconoce que el tiempo no es un objetivo. Cuando hablé con algunos gerentes me informaron de que era imposible cambiar los hábitos del legado nacional». Muchos de sus habitantes “dan la impresión de ser holgazanes y completamente indiferentes al paso del tiempo como un pueblo «acomodadizo» y «emotivo» que posee cualidades como
«jovialidad, libertad de toda inquietud por el futuro, viviendo básicamente para el presente».
País 2.
Un observador opinó que los ciudadanos de este país tienen «conceptos inaceptables del ocio y una independencia personal intolerable”. Y agregó que en este país “es evidente que no existe ningún deseo de enseñar a la gente a pensar. En definitiva, los habitantes de este país son perezosos en vez de trabajadores; de mentalidad excesivamente independiente en vez de «hormigas obreras» leales; emotivos en lugar de inescrutables; joviales en lugar de serios, y vivían para el presente en lugar de pensar en el futuro.
País 3.
Sobre el tercer ejemplo, alguien dijo: “indolencia» era una palabra frecuentemente asociada con el carácter de los habitantes de este país, nunca tienen prisa».
Un fabricante francés que empleó trabajadores allí se quejó de que «trabajan como y cuando se les da la gana». Son «gente lenta y fácil de contentar, no dotada ni de gran perspicacia ni de rapidez de reflejos». En particular, no están abiertos a ideas nuevas; «transcurre mucho tiempo hasta que llega a orientarse en algo que es nuevo para él, y cuesta trabajo inculcarle fervor en su empeño» Se los juzga también como demasiado individualistas e incapaces de cooperar entre ellos. Su incapacidad para cooperar se manifiesta más visiblemente en la mala calidad y el escaso mantenimiento de sus infraestructuras públicas, que son muy deficientes, como se comprueba en el estado de sus carreteras.
El repartidor y el vendedor de negocio se aprovechan de uno siempre que pueden. Son también excesivamente emotivos, algunos se ríen de todas las penas mientras que otros se dejan arrastrar siempre por la melancolía. Sus habitantes son indolentes en vez de eficientes; individualistas en lugar de serviciales; más estúpidos que inteligentes; poco honrados y ladrones en lugar de cumplidores de la ley, más acomodaticios que disciplinados.
A esta altura, muchos de nosotros ya hemos arriesgado los países a los que se refieren estos observadores extranjeros. Repasemos ahora los posibles países a que hacen referencia:
Afganistán, Alemania, Argentina, Australia, Bolivia, Chile, China, Egipto, EE.UU., España, Haití, India, Irak; Japón, Paraguay, Sudáfrica, Zaire.
Veamos entonces si hemos acertado en la deducción:
País 1: el misionero estadounidense Sidney Gulick no era un observador fortuito. Residió en Japón durante 25 años (1888-1913), dominó por completo la lengua japonesa y enseñó en universidades niponas. Tras regresar a Estados Unidos, se distinguió por su campaña a favor de la igualdad racial en nombre de los americanos asiáticos. Y efectivamente eso era lo que Gulick pensaba de ¡los japoneses!
Y algo similar pensaba en 1911/1912 Beatrice Webb, la célebre dirigente del socialismo británico, dueña de la segunda opinión, ¡porque el país 2 es también Japón!
País 3: Mary Shelley, la autora de Frankenstein, además de otros observadores de la misma época pensaban esto de ¡los alemanes! Lo mismo pensaba el escritor John Russell, el virrey de la India John McPherson, Sir Arthur Brooke Faulkner, un médico que servía en el ejército inglés.
Estas opiniones fueron vertidas cuando ambos países no eran las potencias que son hoy, pero los habitantes actuales son descendientes y herederos de los que fueron juzgados tan pobremente muchas décadas antes. Esto demuestra que las características culturales o tradiciones de una población no determinan el desarrollo económico o social de un país, aunque nuestro “sentido común” suele afirmar lo contrario. Pero esto no lo postula este humilde servidor público, sino un reconocido estudioso coreano. Todas estas opiniones y otras similares pueden encontrarse en el capítulo 9 del libro ¿Qué fue del buen samaritano? del economista Ha-Joon Chang. Estos antiguos conceptos descalificadores de los pueblos que hoy en día ni siquiera un loco calificaría de esa misma manera, nos recuerda lo que se resumió en el siglo XIX como Civilización o Barbarie al definir nuestra encrucijada histórica (y vigente en el siglo XX, y aún hoy...).
Repasemos ahora algunos conceptos de su obra, y contrastémoslos con lo que dice nuestro “sentido común” en relación con los potenciales de desarrollo de nuestro país y de nuestra región:
“Todo esto no equivale a negar que la conducta de los pueblos influya en el desarrollo económico. Pero lo cierto es que la conducta de las personas no viene determinada por la cultura. Además, las civilizaciones cambian, por lo que es un error considerar la cultura como un destino, como muchos culturalistas suelen hacer.
Pero había también un elemento de auténtica «mala interpretación» debido al hecho de que las naciones ricas están organizadas de un modo muy distinto a las naciones pobres.
Tomemos por ejemplo la «pereza», el rasgo «cultural» citado con mayor frecuencia de la población de los países pobres. Los habitantes de las naciones ricas creen rutinariamente que los países pobres lo son porque su población es perezosa. Pero mucha gente de ellos trabaja de hecho muchas horas en unas condiciones deslomadoras. Lo que los hace parecer perezosos suele ser su falta de sentido «industrial» del tiempo. Cuando se trabaja con herramientas básicas o máquinas sencillas, no hay necesidad de cumplir el tiempo rigurosamente. Si se trabaja en una fábrica automatizada, eso es fundamental. La gente de los países ricos suele interpretar esta diferencia en el sentido del tiempo como pereza.
Desde luego, no todo era prejuicio o mala interpretación. Los alemanes de principios del siglo xix y los japoneses de principios del XX no eran, por término medio, tan organizados, racionales, disciplinados, etc. como los ciudadanos de las naciones prósperas de la época o, por otra parte, como lo son los actuales habitantes de Alemania o Japón. Pero la cuestión es si podemos realmente describir los orígenes de esas formas «negativas» de conducta como «culturales» en el sentido de que están arraigadas en creencias, valores y actitudes que se han transmitido a través de generaciones y son por lo tanto muy difíciles, si no necesariamente imposibles, de cambiar.
Mi respuesta concisa es no. Consideremos de nuevo la pereza. Es cierto que hay mucha más gente «holgazaneando» en los países pobres. Pero ¿es porque esas personas prefieren culturalmente gandulear a trabajar duro? Por lo general no es así. Se debe básicamente a que las naciones pobres tienen mucha población desempleada o subempleada (esto es, la gente puede tener empleos pero no suficiente trabajo para mantenerse completamente ocupada). Esto es consecuencia más de condiciones económicas que de cultura. El hecho de que inmigrantes de países pobres con culturas «perezosas» trabajen mucho más duro que los autóctonos cuando se trasladan a naciones ricas así lo demuestra.
Hasta ahora he razonado que la cultura no es inmutable y cambia como consecuencia del desarrollo económico. Sin embargo, esto no equivale a decir que podemos cambiar la cultura sólo con alterar las condiciones económicas subyacentes. La cultura puede modificarse deliberadamente mediante persuasión. Éste es un punto recalcado con acierto por aquellos culturalistas que no son fatalistas (para los fatalistas, la cultura resulta casi imposible de cambiar, por lo que es un destino).
Capítulo completo
País 1: el misionero estadounidense Sidney Gulick no era un observador fortuito. Residió en Japón durante 25 años (1888-1913), dominó por completo la lengua japonesa y enseñó en universidades niponas. Tras regresar a Estados Unidos, se distinguió por su campaña a favor de la igualdad racial en nombre de los americanos asiáticos. Y efectivamente eso era lo que Gulick pensaba de ¡los japoneses!
Y algo similar pensaba en 1911/1912 Beatrice Webb, la célebre dirigente del socialismo británico, dueña de la segunda opinión, ¡porque el país 2 es también Japón!
País 3: Mary Shelley, la autora de Frankenstein, además de otros observadores de la misma época pensaban esto de ¡los alemanes! Lo mismo pensaba el escritor John Russell, el virrey de la India John McPherson, Sir Arthur Brooke Faulkner, un médico que servía en el ejército inglés.
Estas opiniones fueron vertidas cuando ambos países no eran las potencias que son hoy, pero los habitantes actuales son descendientes y herederos de los que fueron juzgados tan pobremente muchas décadas antes. Esto demuestra que las características culturales o tradiciones de una población no determinan el desarrollo económico o social de un país, aunque nuestro “sentido común” suele afirmar lo contrario. Pero esto no lo postula este humilde servidor público, sino un reconocido estudioso coreano. Todas estas opiniones y otras similares pueden encontrarse en el capítulo 9 del libro ¿Qué fue del buen samaritano? del economista Ha-Joon Chang. Estos antiguos conceptos descalificadores de los pueblos que hoy en día ni siquiera un loco calificaría de esa misma manera, nos recuerda lo que se resumió en el siglo XIX como Civilización o Barbarie al definir nuestra encrucijada histórica (y vigente en el siglo XX, y aún hoy...).
Repasemos ahora algunos conceptos de su obra, y contrastémoslos con lo que dice nuestro “sentido común” en relación con los potenciales de desarrollo de nuestro país y de nuestra región:
“Todo esto no equivale a negar que la conducta de los pueblos influya en el desarrollo económico. Pero lo cierto es que la conducta de las personas no viene determinada por la cultura. Además, las civilizaciones cambian, por lo que es un error considerar la cultura como un destino, como muchos culturalistas suelen hacer.
Pero había también un elemento de auténtica «mala interpretación» debido al hecho de que las naciones ricas están organizadas de un modo muy distinto a las naciones pobres.
Tomemos por ejemplo la «pereza», el rasgo «cultural» citado con mayor frecuencia de la población de los países pobres. Los habitantes de las naciones ricas creen rutinariamente que los países pobres lo son porque su población es perezosa. Pero mucha gente de ellos trabaja de hecho muchas horas en unas condiciones deslomadoras. Lo que los hace parecer perezosos suele ser su falta de sentido «industrial» del tiempo. Cuando se trabaja con herramientas básicas o máquinas sencillas, no hay necesidad de cumplir el tiempo rigurosamente. Si se trabaja en una fábrica automatizada, eso es fundamental. La gente de los países ricos suele interpretar esta diferencia en el sentido del tiempo como pereza.
Desde luego, no todo era prejuicio o mala interpretación. Los alemanes de principios del siglo xix y los japoneses de principios del XX no eran, por término medio, tan organizados, racionales, disciplinados, etc. como los ciudadanos de las naciones prósperas de la época o, por otra parte, como lo son los actuales habitantes de Alemania o Japón. Pero la cuestión es si podemos realmente describir los orígenes de esas formas «negativas» de conducta como «culturales» en el sentido de que están arraigadas en creencias, valores y actitudes que se han transmitido a través de generaciones y son por lo tanto muy difíciles, si no necesariamente imposibles, de cambiar.
Mi respuesta concisa es no. Consideremos de nuevo la pereza. Es cierto que hay mucha más gente «holgazaneando» en los países pobres. Pero ¿es porque esas personas prefieren culturalmente gandulear a trabajar duro? Por lo general no es así. Se debe básicamente a que las naciones pobres tienen mucha población desempleada o subempleada (esto es, la gente puede tener empleos pero no suficiente trabajo para mantenerse completamente ocupada). Esto es consecuencia más de condiciones económicas que de cultura. El hecho de que inmigrantes de países pobres con culturas «perezosas» trabajen mucho más duro que los autóctonos cuando se trasladan a naciones ricas así lo demuestra.
Hasta ahora he razonado que la cultura no es inmutable y cambia como consecuencia del desarrollo económico. Sin embargo, esto no equivale a decir que podemos cambiar la cultura sólo con alterar las condiciones económicas subyacentes. La cultura puede modificarse deliberadamente mediante persuasión. Éste es un punto recalcado con acierto por aquellos culturalistas que no son fatalistas (para los fatalistas, la cultura resulta casi imposible de cambiar, por lo que es un destino).
Capítulo completo
Como vemos, no sólo debemos dudar de lo que dicen los medios de difusión y los comentaristas de café, sino que también debemos estar atentos a lo que nuestro propio sentido común dictamina con esa aureola de lógica universal y culturosa, que no deja de ser ramplona, falaz y, muchas veces, dañina.
Para conocer más de los que este humilde servidor público llama "Mitos Argentinos", pasar por aquí.